Foto: Raúl García Castán / Copy: Rául García Castán

Breve relato que nos presta el PentaCampeón de España de Carreras por Montaña.

Orgullosos estamos que la estilizada imagen de Raúl García Castán ‘campee’ en la portada de nuestro Facebook. Es uno de los corredores de montaña con más clase que ha tenido nuestro deporte, 5 veces Campeón de Carreras por Montaña FEDME, Campeón de Europa de Skyrunning y con un densísimo palmarés.

Sencillo, humilde y con capacidad para sacar lo mejor en los peores momentos, no conocemos a ningún corremontes que compagine mejor su deporte y la escritura. Su libro: “Con los pies en la Sierra: Diario de un corredor de montaña” es un buen ejemplo de su excelencia como escritor.

Trangoworld y Scarpa, las dos marcas que acompañan al de La Granja de San Ildefonso.

Afortunados y agradecidos que el granjeño comparta con nosotros uno de sus breves relatos: “El corremontes: el ecoforajido sin carné”:

«Lo reconozco, soy un indocumentado. Mi papel favorito en la vida es ser un sin papeles. Y cuando hablo de papeles favoritos no me refiero al higiénico, que por obra y gracia del Coronavirus se ha convertido, a día de hoy, en el papel de papeles, sino a esos burocráticos papelines rectangulares llamados carnets.

El único al que he sacado algún provecho hasta la fecha, es al de la biblioteca de mi pueblo. O sea, que ando escaso de carnés (y de carnes, dirá algún chusco). Y eso no es bueno, porque en este país llamado España -o en lo que de él va quedando-, para ser algo no basta con serlo; además hay que parecerlo. Incluso a veces vale más parecerlo que serlo. Quizá víctima de algún atávico fetichismo prehistórico, el español necesita la prueba física y palpable de que alguien es alguien, porque si no, no es nadie. Así que, si no posee uno un documento con sus funcionariales letras de imprenta y su foto robotizada (por cierto, eran mucho más entrañables las fotos antiguas, esas que hacían aflorar nuestro yo etarra), si no tiene un sacrosanto papelito que atestigüe que pertenece a tal o cual respetable asociación, honorable colectivo o venerable institución, o si, en definitiva, no es acreedor de una de estas bulas oficiales en miniatura que demuestre que es uno quien es, sencillamente no lo es.

Pero he aquí que esta condición de don nadie burocrático que antes me traía al fresco, ahora me preocupa. ¿Y por qué? se preguntará el amable lector. Pues porque, parafraseando a doña Concha Velasco, yo, mamá, quiero ser ecologista. La verdad es que siempre había creído serlo, pero, evidentemente, vivía en el error. Como para todo lo demás, aquí, o tienes carnet de ecologista, o, directamente, sin anestesia ni nada, eres un mearbustos y un matapatos. Al menos eso parece que quieren hacernos creer algunos. Algunos que se han arrogado la cualidad de guardianes del Edén de lo ecológico y que a todo aquel que no se pliega a sus opiniones y postulados, lo expulsan del verde paraíso.

En mi caso, además, concurre un agravante que me convierte, directamente, en una especie de “ecoforajido”: soy corredor de montaña. Y a día de hoy eso es poco menos que un delito para algunos. La opinión pública, siempre hambrienta de tópicos y etiquetas, vende la polémica en torno a las carreras por montaña como una guerra entre buenos y malos, entre comprometidos y pasotas, entre conservacionistas y dilapidadores. Esta básica categorización del “conflicto”, promovida por algunos de estos grupos de auto proclamados ecologistas, no puede ser más espuria y falaz, pues se puede ser perfectamente -y de hecho muchos lo somos- ecologista y deportista de montaña.
Aquí, un humilde servidor, se niega a asumir y aceptar tan manida catalogación. Quizá, como apuntaba más arriba, no tenga ningún papel que me santifique como mártir de lo verde, ni pague ninguna cuota que me redima de toda culpa o sospecha en cuanto a pecar de tibieza medioambiental, ni mi nombre figure en ninguno de esos listados de auto proclamados gurús del ecologismo moderno, pero, ya ven, quien esto escribe se considera tan ecologista como el más ecologista de los ecologistas. Por lo menos.

Hasta donde me alcanza la memoria, jamás hice daño consciente, premeditado ni gratuito a ningún animal. Y deploro amargamente que otros se lo hagan, evitándolo siempre que puedo. Por otra parte siempre intenté, e intento, que la naturaleza no sufra el más mínimo deterioro por mi parte, ni por la de aquellos en los que puedo, de alguna manera, influir. Y sin embargo parece que, para algunos, por el simple hecho de practicar un deporte cuyo tablero de juego es la montaña, yo, y los muchos que, como yo, practican esta disciplina, somos personas que no respetan la naturaleza.
Esto, como vengo diciendo, es absolutamente falso. Evidentemente hablo por mí, pero me consta que son muchos los que comparten esta postura, y afirmo que yo, que nosotros, la mayoría de los corredores de montaña, somos los primeros interesados en que el frágil medio en que desarrollamos nuestra afición, pasión o como queramos llamarlo, deseamos más que nadie que este no sufra el más pequeño deterioro. Porque nosotros también amamos la naturaleza, y la amamos y respetamos tanto como ellos, los otros, los que se atribuyen la categoría de salvadores de la madre tierra. Y es por eso, porque creemos en la conservación de la naturaleza como una prioridad, por lo que es necesario que haya una regulación seria que controle la competición deportiva en la montaña.

Regulación, sí, prohibición, desde luego, no. La cultura (¿cultura?) de la prohibición “por qué sí” es algo muy arraigado en este país y no son tan pocos los que han cambiado la sotana inquisitorial por el pantalón de pana y la camisa a cuadros. Los Torquemadas de hoy, a veces, van disfrazados de todo lo contrario. Pero al final se les ve la intransigencia por debajo del disfraz de campechanos del campo. Una intransigencia basada en la ignorancia y en la intolerancia hacia lo desconocido.
Qué quieren que les diga; a mí me parece más que improbable que una competición que discurre por un itinerario natural una vez cada 365 días, con una participación limitada y con un control real del cumplimiento de las normas ecológicas de sentido común, pueda causar un daño irreversible en el medio ambiente. Desde luego no hay ningún estudio imparcial y serio que demuestre tal cosa. Sobre todo porque si esto fuera realmente así, no vamos a tener más remedio que prohibir también, o sobre todo, cualquier otro tipo de acceso a la montaña.

El senderismo, por ejemplo, es una práctica infinitamente más multitudinaria e incontrolada que las carreras por montaña, y, que yo sepa, ese es el modo en que la mayoría de la gente, incluidos los ecologistas y naturalistas que tan ferozmente critican y atacan nuestro deporte, acceden al medio natural, puesto que por muy santos del ecologismo que algunos de ellos se consideren, de momento no han conseguido levitar, y por tanto su presencia es susceptible de causar el mismo perjuicio que el de cualquier otra persona.

Paradójicamente, en las carreras por montaña sí hay una serie de personas que controlan que no se deteriore el medio ambiente durante la duración del evento. Por el contrario, cualquiera puede acceder a la montaña en cualquier momento y con las intenciones más dispares. Ojo, no es que al decir esto esté alentando, ni propugnando la prohibición de pasear por la naturaleza, ni mucho menos vetando el paso a nadie. Solo intento hacer ver lo absurdo, lo parcial y lo injusto del tratamiento que se da, por parte de ciertos colectivos, a las carreras por montaña.

Cierto tipo de ecologismo, apoyado o directamente promovido por algunas instituciones estatales, ataca sin ton ni son lo que desconoce, verbigracia las carreras por montaña. Países con una tradición ecologista mucho más sólida que el nuestro, compaginan felizmente deporte y montaña sin complejos. Aquí, por el contrario, algunos de estos organismos oficiales se entretienen en jugar al ratón y al gato con las organizaciones de las carreras, y en especular con la paciencia, la ilusión y el tiempo de los deportistas y aficionados, dejando en suspenso hasta el último día permisos y autorizaciones, obligando a cambiar itinerarios en el último instante o imponiendo normas absurdas de imposible cumplimiento. Paradójicamente ellos, los que debieran aportar estabilidad seguridad y confianza, son como monos con una ballesta. Hasta el último momento no sabes por donde les va a salir el tiro, y lo único que puedes hacer es estar preparado para que cuando se les escape la flecha de lo estrambótico, no te acierte de lleno en el corazón.

Es curioso el encono con que desde estos estamentos atacan nuestro deporte, esgrimiendo el absurdo soniquete de que alteramos irreparablemente la naturaleza (por pisar un camino una vez al año). Mientras, ellos, se gastan un indecente dineral público en absurdos cartelitos metálicos que clavetean por cientos en los árboles, o se toman el incomprensible esfuerzo de colocar ciclópeas lápidas de granito en medio de la montaña, confundiendo con equívocas denominaciones al personal, o peor aún: se dedican a construir una sonrojante y kilométrica pasarela de madera, un delirante armazón de madera y clavos en la preciosa Laguna de Peñalara, en la cara sur de la Sierra de Guadarrama, destrozando un paisaje único con la excusa de que no sea la gente quien lo destroce.

Sí señor, eso es prevención. Con amigos así, la montaña no necesita enemigos».